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los algoritmos están decidiendo por nosotros cuándo revivimos nuestras rupturas – Desde dentro

Hay un momento preciso en el que una ruptura deja de doler: cuando dejas de anticipar el dolor. Cuando

los algoritmos están decidiendo por nosotros cuándo revivimos nuestras rupturas – Desde dentro

Hay un momento preciso en el que una ruptura deja de doler: cuando dejas de anticipar el dolor. Cuando pasas por delante de ese bar sin que se te encoja el estómago, cuando escuchas esa canción en la radio y ya no te paraliza. El cerebro humano está diseñado para esto, para que los recuerdos traumáticos se difuminen con el tiempo, pierdan nitidez y dejen de asaltarnos. Es un mecanismo de supervivencia: si recordáramos cada herida con la misma intensidad que el primer día, no aguantaríamos.

Pero Internet rompe ese pacto evolutivo. La nube no olvida, no difumina, no cicatriza. Cada foto sigue en alta resolución, cada mensaje conserva su fecha y hora, cada playlist mantiene intacto el orden de las canciones. Y lo peor: las plataformas han aprendido a devolvértelo todo cuando menos lo esperas, envuelto en nostalgia algorítmica y optimizado para el engagement emocional.

La industria de la memoria perpetua

Silvia, valenciana de 31 años, lo experimenta cada pocas semanas. Hace unos meses que rompió con Jorge tras tres años juntos. Fue una separación madura, de esas sin escándalos: incompatibilidad de proyectos vitales, ningún villano claro. El tipo de ruptura que superas con el paso del tiempo o hablándolo en terapia, no borrando su número entre lágrimas. Pero su iPhone no lo sabe.

«Al principio me generaba rabia y estrés ver los recuerdos. Ahora es una cosa más», explica con esa resignación que suena a derrota civilizada. Porque ahí está el problema: no es que las fotos existan, sino que aparecen. Apple Fotos no es un álbum pasivo que consultas cuando quieres, es un mayordomo hiperactivo que irrumpe en tu cocina un viernes cualquiera para mostrarte «los mejores momentos de hace un año». Y ahí está él, sonriendo en aquella playa.

Apple Fotos envía de vez en cuando una notificación para ver los recuerdos que la propia app genera en base a fotos del pasado. Agrupadas por personas que aparecen en ellas, celebraciones especiales, estacionalidad durante varios años (como ‘Navidad 2022-2025), etc. En la imagen, el listado de recuerdos generados por la app. Imagen cedida.

El psicólogo Daniel Schacter identificó en su libro ‘Los siete pecados de la memoria’ la persistencia como uno de los fallos de nuestro cerebro: la incapacidad para superar la carga emocional de ciertos recuerdos que vuelven sin permiso.

En casos extremos, escribió, puede llevar al estrés postraumático o al suicidio. Pero Schacter hablaba de un fallo biológico, de un error del sistema. Lo que tenemos ahora es un fallo industrializado: empresas tecnológicas que han convertido la persistencia en modelo de negocio.

El diseño contra el duelo

Esto no es accidental. Cuando Apple o Google diseñan sus funciones de «recuerdos», lo hacen desde un optimismo californiano que asume que toda memoria es bienvenida, que cada momento del pasado merece ser celebrado.

Es la misma lógica que empuja a Instagram a preguntarte si quieres compartir «tu historia de hace cinco años» o a Spotify a recordarte las canciones que más escuchaste en diciembre de 2019. La premisa es que eres un turista nostálgico de tu propia vida, siempre dispuesto a revisitar el pasado.

Pero las rupturas desmienten esa fantasía. No queremos ser turistas de nuestras heridas. Y sin embargo, las plataformas nos obligan a serlo porque su arquitectura no distingue entre nostalgia gozosa y trauma sin resolver. Para el algoritmo, una foto sonriente de pareja tiene el mismo valor que una foto sonriente con amigos: ambas son contenido de alta implicación emocional, ambas aumentan el tiempo de permanencia en la app, ambas generan engagement.

Imagen cedida.

Lauren Goode, periodista de Wired, experimentó esto tras cancelar su boda. Durante dos años, las aplicaciones siguieron recordándoselo: efemérides fotográficas, correos automáticos de plataformas nupciales, anuncios segmentados en Instagram.

«La memoria perenne de Internet», escribió, «no tiene piedad». Pero eso es quedarse corto: no es que no tenga piedad, es que no tiene categorías para distinguir entre lo que queremos recordar y lo que necesitamos olvidar.

La arquitectura del olvido imposible

Silvia no ha borrado las fotos. «He pensado en hacer limpieza, pero al final es parte de mi historia. No quiero que esa relación monopolice todo, pero estuvo ahí». Es una postura madura, razonable. Pero también dice algo inquietante: estamos tomando decisiones sobre nuestra memoria emocional condicionados por la arquitectura de las plataformas que usamos.

Antes, olvidar era el estado por defecto y recordar requería esfuerzo: guardabas una foto impresa, conservabas una carta. Ahora es al revés: recordar es automático y olvidar requiere trabajo activo. Tienes que entrar en ajustes, seleccionar personas a ocultar, marcar fechas como «sensibles», gestionar manualmente qué recuerdos quieres que el algoritmo te muestre. Como dice Silvia: «Tampoco quiero estar gestionando activamente qué recuerdo y qué no, es agotador».

Y esa es precisamente la trampa. Las plataformas han implementado herramientas para mitigar el problema —Google Fotos permite ocultar personas, Apple Fotos deja desactivar ciertos periodos— pero requieren que anticipes el dolor antes de que llegue.

Tienes que saber, el día de la ruptura, que dentro de once meses Apple Fotos querrá mostrarte ese atardecer en Menorca. Es pedirle clarividencia emocional a alguien que está en duelo.

El like como mensaje fantasma

El problema no se limita a las fotos. Silvia y Jorge mantienen el contacto digital: no se bloquearon, siguen conectados en redes sociales de esa manera cordial y distante que caracteriza a las rupturas maduras del siglo XXI. Y ahí es donde la cosa se complica de formas que habrían sido imposibles hace veinte años.

«A veces él le da like a algo mío o yo veo algo suyo sin querer. No es que me alegre en el cuerpo, pero tampoco es drama. Es… raro. Como un submensaje que ninguno de los dos está enviando pero que está ahí», explica. Es una nueva forma de comunicación no verbal, un lenguaje de señales digitales donde un corazón en Instagram significa algo así como «te veo, existes, mantengo abierto un canal microscópico de reconocimiento». Llamacuelgas 2.0.

Imagen cedida.

Y lo perturbador es que esto sucede sin que ninguno de los dos lo busque activamente. Es el algoritmo el que decide mostrarle a Jorge una publicación de Silvia, es Instagram el que coloca su like en un lugar visible. Están atrapados en una coreografía que no controlan, donde los movimientos los dicta un sistema diseñado para maximizar la interacción, no para respetar las fronteras emocionales del duelo.

La ilusión del control

Stephen Hackett, podcaster y escritor sobre tecnología, vivió algo similar con las fotos de su hijo antes de ser diagnosticado con un tumor cerebral. «Cuando la app Fotos crea un recuerdo con esas imágenes, me arrolla como un tren. Siento culpa y vergüenza de que no viéramos las señales antes». Su hijo sobrevivió, pero Hackett tuvo que ir a terapia para gestionar esos recuerdos automáticos que no pedía pero que no podía evitar.

Es llamativo que tanto él como Goode terminaran en terapia no por el trauma original, sino por la persistencia digital de ese trauma. Hay algo distópico en necesitar ayuda psicológica para gestionar las decisiones de diseño de producto de empresas tecnológicas.

Imagen cedida.

Silvia recuerda especialmente un recordatorio: fotos de un viaje, sonrisas de cuando todo estaba bien. «Fue particularmente doloroso porque era justo de un momento en el que todo estaba bien. Ver eso cuando ya no está… es raro. Es como una versión alternativa de ti misma mirándote desde la pantalla».

Esa frase («una versión alternativa de ti misma») captura perfectamente el horror existencial de la memoria digital: no es solo que recuerdes quién fuiste, es que ves quién fuiste, congelada en el tiempo, sonriendo con una felicidad que ya no existe pero que tampoco puedes negar que existió.

El botón que nadie quiere apretar

Le pregunto si apretaría un botón que borrara toda la huella digital de esa relación. «No creo. Al final no hay rencor. Es parte de lo que fui, de lo que viví. Borrar eso sería raro, como negar que existió». Es la respuesta seguramente correcta, la respuesta madura. Pero también es la respuesta de alguien que ha internalizado las limitaciones del sistema hasta el punto de no poder imaginar alternativas.

Porque el problema no es si borras o no borras. El problema es que esa sea la única dicotomía disponible. No hay término medio, no hay opción para «congelar esto durante un año mientras proceso la ruptura» o «muéstramelo solo si yo lo busco activamente». Es todo o nada, memoria infinita o amnesia digital. Y en ese binario imposible, la mayoría elegimos la memoria infinita porque al menos suena menos radical.

Como escribió Delia Rodríguez en su columna ‘El cuento del ovillo‘: «Mataría por tener fotos de los bares desaparecidos donde he desayunado, de los escritorios donde he trabajado. Pero no retratamos lo cotidiano. Cada vez que sacamos una foto de lo extraordinario cometemos un adorable acto de falta de cálculo pensando que en el futuro volveremos atrás para mirar lo bien que sujetábamos la torre de Pisa».

Hemos creado el archivo más exhaustivo de nuestras vidas que ha existido jamás, pero no es el archivo que queremos. Documentamos lo excepcional —las vacaciones, las celebraciones, las fotos de pareja— y luego nos sorprende que esos sean los recuerdos que más duelen cuando la vida cambia.

La velocidad del mundo

Hay algo aquí que va más allá de las rupturas románticas. Internet prometió democratizar la información, conectar al mundo, liberarnos de las limitaciones del espacio y el tiempo. Y lo hizo. Pero nadie nos advirtió que también significaría la muerte del olvido como derecho humano.

El derecho al olvido existe legalmente en Europa, pero es un teatro: cubre búsquedas de Google, no las fotos de tu iPhone. Puedes pedir que desindexen una noticia antigua sobre ti, pero no puedes pedirle a Apple Fotos que entienda que ese álbum de Menorca ya no quieres verlo aunque tampoco quieras borrarlo.

No se trata solo de velocidad, sino de una asimetría: las plataformas evolucionan más rápido que nuestra capacidad de entender sus implicaciones emocionales. Adoptamos cada nueva función —los recordatorios automáticos, las playlists compartidas, las ubicaciones guardadas— sin preguntarnos qué pasará cuando la vida cambie y esas funciones se conviertan en trampas.

Los amish, esos a los que miramos con condescendencia desde nuestra superioridad tecnológica, observan cómo el resto del mundo adopta cada innovación y solo si, décadas después, esa tecnología demuestra ser inocua para su forma de vida, la integran. Nos usan como experimento a largo plazo. Nosotros hicimos lo contrario: nos entregamos a Facebook, Instagram o Apple Fotos sin hacer preguntas, sin considerar que optimizar para la memoria infinita podría tener costes emocionales que solo descubriríamos cuando fuera tarde para dar marcha atrás.

Vivir con fantasmas

Silvia sigue con su iPhone en el bolsillo. Sabe que en cualquier momento puede saltar otro recordatorio. Ya no le rompe el día como antes, aunque tampoco es agradable. «Ahora es una cosa más», dice, y en esa frase hay toda una generación aprendiendo a convivir con la memoria infinita como si fuera el clima: algo contra lo que no puedes hacer nada salvo adaptarte.

No borró las fotos. Tampoco bloqueó a Jorge. Aprendió a convivir con los recordatorios inesperados, con los likes que parecen mensajes sin serlo, con esa sensación de estar siempre a un algoritmo de distancia de revivir algo que preferirías no revivir justo ahora.

Es la nueva normalidad: madurez digital significa saber que tu pasado ya no es tuyo, sino de las plataformas que lo guardan. Y que esas plataformas decidirán cuándo, cómo y con qué frecuencia volverás a verlo.

Mientras tanto, los servidores de Apple, Google y Meta siguen acumulando teras de vidas vividas, relaciones terminadas, versiones antiguas de nosotros mismos. Todos esos momentos que creímos privados, que pensamos que se desvanecerían con el tiempo como se desvanecían antes, ahora cristalizados en la nube para siempre.

El fantasma de tu ex vive ahí. Y no hay botón de apagado.

En | Internet, déjame olvidar

Imagen destacada | Cedida, Mockuuups Studio

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